LAYDA

Después de días de temporal la lluvia había cesado. Los campos estaban verdes y las flores se abrían radiantes al cielo. Todo el valle olía aún a tierra mojada. Dicen que esta agua era buena, por eso los maizales crecieron grandotes y bonitos, los platanares dieron tupidos racimos, el follaje de los ciruelos se llenó de fruta y el río comió lo suficiente para atraer la vida hacia sus aguas.

Encantada por ese cristalino caudal, Layda acudía a bañarse todas las tardes. Se metía en una especie de pocita que se formaba entre dos grandes rocas y ahí se quedaba hasta que todo a su alrededor se pintaba de color noche.
Entraba desnuda al río para luego salir a recibir las caricias del viento –le gustaba ver cómo su piel tomaba textura y sus pezones se ponían duros–, después, volvía a zambullirse para sentir el abrazo tibio del agua y ahí se quedaba quieta escuchando platicar los animales:

-¡Croac, croac!... ¡croac!
-¡Croaac, croaac, croaac, croaac, croaac!
- ¡Cricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrícricrí!
-¡Coa, coa, coa, coa!

Y a lo lejos:

-¡Beeeeeeeeeeee, beeeeeeeeeeeee!
-¡Bee, bee, beee, beeee, beeee!
-¡Oink, oink, oink, oink, oink!
-¡Oínk, oínk, oínk, oínkoínk, oínkoínk, oínk!
-¡Clo, clo, clo, clo, clo, clo, clo!
-¡Pío, pío, pío, pío, pío, pío!
-¡muuuuuuuuuu!, ¡muuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!

Le causaba placer escuchar ese recital animalezco y hasta creía entender lo que decían aquellos seres que, astutamente, hablaban en clave para esquivar los oídos de los curiosos. A cada sonido, buscaba en su memoria el significado en su lengua y armaba traducciones que solo ella comprendía. Cuando sus oídos ya habían recogido suficiente palabrería, salía del agua para ir a casa. Una vez vestida, se sentaba en espera de que el viento llegara a despedirse de ella; y entonces, como producto de un hechizo, aparecía una corriente de aire que agitaba las hojas de los árboles, el agua del río y los negros cabellos de Layda.

Verla así, provocaba la sensación de no necesitar nada más. Se podía morir en ese instante solo para llevarse a la tumba tan bella visión. Más de uno deseo haber presenciado ese momento, pero el valle mismo la protegía de las miradas inquietas. Todo a su alrededor actuaba en armonía con las curvas de su silueta, incluso, si alguna vez alguien hubiera usurpado el encuentro entre Layda y el valle, la confundiría con las formas del paisaje frondoso y joven y viejo, todo mezclado con perfecta alquimia.

Pero no todo en su vida era armonía. Fuera de ese mágico momento, sentía en carne propia el rechazo, incluso el temor, de la gente porque decían que era un nagual en forma de mujer. Hasta sus oídos llegó el rumor de que se hacía pasar por mujer para embrujar a los hombres, tener hijos y preservar su raza; y aunque su tierna sensualidad atraía a todos en el pueblo, incluso a las mujeres, el temor los superaba y rehúsaban los encuentros con Layda.

Pero el rechazo de sus paisanos no la molestaba ya que en su corta vida había experimentado cosas peores en manos de su propia sangre. No tenía padres ni hermanos y la abuela con quien vivía acababa de morir.

Cuando tenía apenas cinco años, sus padres la dejaron con su abuela prometiendo regresar pero nunca más volvieron. Aunque doña Cleófas prometió cuidar de ella, le dio vida de esclava. La hacía trabajar todo el día, so pretexto de que sus piernas artríticas (mismas que se ponían sanas y fuertes cuando la anciana estaba sola) no la dejaban hacer nada:

-¡Layda, –decía– pon remojar el nixtamal!
-¡Layda, dale pastura a los animales!
-¡Nomás te estás haciendo mensa, ve carrear agua que ya no tenemos!
-¡Layda. Ve traer leña que ya´stá chispiando!
-Luego comes. Ven a darme mi friega de alcohol.

Una mañana, mientras Layda desgranaba unas mazorcas, pasó el pan de leña. Sus ojos vieron una enorme canasta repleta de cocoles, pan de pulque, bizcochos y bolillos recién hechos cuyo exquisito aroma despertaba el antojo irremediablemente. Sin un peso en la bolsa, recurrió a su ingenio y le sugirió un trueque al panadero: ella le daría algunos elotes si él le ponía una bolsa de pan. El panadero aceptó y el trueque se llevó a cabo dejando a ambas partes satisfechas.

Contenta, se dirigió a la casa para guardar el pan pero cuando estaba por entrar, la abuela Cleofas salió con el rostro bañado por la furia y, bastón en mano, gritó:

-¿Por qué regalas mi máiz? ¡Ratera, malagradecida! ¡¿Te doy techo y comida y así me pagas?!
-¡Te voy a chispar las manos por ratera!

Y sin escuchar explicación alguna, la vieja azotó a Layda quien recibía sumisamente la rabia de su abuela. Esa sería la última vez que la maltrataba porque cinco lunas después, la anciana dejó de existir. Murió una madrugada ahogada por su propio vómito.

Doña Cleofas comía desmedidamente, más de una vez se atragantó por no masticar bien, y era sobre todo en las noches cuando sentía unas ansias incontenibles por comer. El día de su muerte, comió y comió hasta que ya no cupo ni siquiera un guaje en su enorme estómago y, en pleno proceso digestivo, se fue a dormir. Lo que ocurrió después fue que unas fuertes agruras la sorprendieron dormida trayendo como consecuencia su muerte.

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