SKRIABIN YEVGUÉNIEVICH (segunda entrega)

No dudé en alejarme del camino para ver si podía encontrar más leña y aunque mis pies ya estaban bastante cansados, avanzaba más y más pensando que unos pasos adelante habría algún tronco fuera de mi vista. Ustedes pensarán que mi actuar parece el de un masoquista. Piensan bien.

Llegó un momento en que ya no veía la carretilla, ni siquiera el sendero por el que me aparté; había caminado irregularmente y ahora me encontraba en un lugar en el que no había estado antes. Seguía avanzando, era como si mis pies se movieran por sí mismos, hasta que algo los detuvo: un fuerte golpe que azotó mi cabeza y retumbó en toda la montaña precipitadamente.

Las piernas se me doblaron cual hojas tiernas pero, a pesar de que lo natural hubiese sido que perdiera el conocimiento, nunca en mi vida estuve más lúcido y, con todo y el dolor desgarrador que vibraba en mi cabeza, mis sentidos funcionaban al límite.

Los colores eran más brillantes, tanto que debía hacer los ojos dos rendijas para que la luz no atravesara mis retinas; mi olfato era mejor que el del mejor sabueso: mi nariz me daba a conocer la pestilencia de la mierda en los alrededores y eso me hacía exhalar repetidamente materia vomitiva aumentando mi repulsión. Y los sonidos, señores los sonidos eran estruendosos hasta la tortura, quería arrancarme los oídos para no percibir aquel horror pero nada de lo que hacía me aliviaba. Y si eso les parece soportable, el frío había traspasado la gruesa gabardina y me quemaba la piel (debo confesarles que por mi mente pasó la idea de morir congelado) que reaccionaba exageradamente a todo agente externo

Y ahí estaba yo, postrado en la nieve con aquel caudal de aterradoras sensaciones fluyendo por mi cuerpo cuando, varios metros adelante, vi a un muchacho que daba los golpes finales a una liebre. Su espalda cubría al animal pero mis sentidos super desarrollados me hacían saber que era una liebre en agonía. Podía oler su sangre, aún caliente, y podía oír sus tímidos gemidos. El muchacho estaba como embelesado con el animal y no se dio cuenta de mi presencia.

De pronto, como atraído por una piedra imán, volteó y me miró con una expresión cándida y familiar que me hizo olvidar por unos instantes mi sufrimiento y concentrarme en sus hermosos ojos color marrón.

Se levantó dispuesto a ir hacia mí.

Les juro señores que en ese momento el mundo se silenció, el frío se detuvo y el hedor desapareció para dar paso al aroma más exquisito que he percibido en toda mi vida. Lo único que persistió fue mi molestia a la luz, casi cegadora, que estoy seguro, emanaba del muchacho.


... To be continue.

SKRIABIN YEVGUÉNIEVICH (primera entrega)

Aunque no me lo preguntaran a mí me interesaba decirlo, hacerle saber al mundo que mi profesión era la de un bufón, algunos se echaban a reír y otros me daban la espalda con una cara de asco o algo parecido. ¿Qué si no sentía rabia? No, ya estoy acostumbrado a las ofensas; incluso creo que de entre todas las profesiones a mí me tocó la de hacerle saber a los demás que hay existencias más miserables que las de ellos: la mía, por ejemplo. Al verme, la gente se siente mejor porque ven en mí a un ser inferior que los hace parecer mínimamente más afortunados. Les digo que ese trato para mí es de lo más normal.

Pero no los convoqué para hablarles de mi profesión, no, ese es tema que espero poder comentarles a detalle en un futuro, porque causar lástima y repulsión tiene su ciencia. El motivo del fluir de mis palabras es uno mucho más complejo.

Verán, yo… he matado a un hombre… lo he matado a sangre fría y he huido como un cobarde. Lo digo y me estremece la lucidez con que declaro este hecho

No siento remordimiento y eso me sobrecoge porque quizá esté muerto y aún no me he dado cuenta, dicen que cuando uno muere sorpresivamente su alma cae en la cuenta tiempo después. Pero si estuviera muerto no me sobrecogería y, sobre todo, no sentiría esta insoportable sed. Como quisiera beber un poco de agua, aunque fuese de lluvia…

¡Ahhh!, perdonarán mi desvarío pero me ha dado una suerte de fiebre que me hace hilar mis pensamientos rizomáticamente. Pues bien, como les dije antes, he matado a un hombre.

Desde que salí de mi casa sentí un aire malsano, respiraba pero no sentía la satisfacción que dan un par de pulmones llenos hasta el tope, sino que ese aire me raspaba la garganta y lejos de refrescarme, me asfixiaba sutilmente. Con todo y ese aire malsano debía salir por la leña porque, como ustedes sabrán, los inviernos acá en la montaña son terribles. Se hielan los dedos y si uno no los mueve pueden congelarse y quebrarse como vidrio.

Así pues, cogí el hacha y la carretilla y me dirigí a la cúspide porque -perdonen pero me quedo sin saliva- cerca del valle no quedaba ya ni una mísera rama que ayudara. La subida fue pesada pero al cabo de un par de horas llegué poco más abajo de la cima. Vi varios troncos que me servían pero mis cortas manos me impidieron agarrarlos todos en un solo viaje y tuve que volver varias veces para llenar la carretilla. Avancé hacia otro paraje porque aunque ya estaba bastante pesada mi carga sabía que podía aguantar más.

Seguramente lo han experimentado: la angustia que desata un reto provocado por nosotros mismos y superior a nuestras fuerzas, así es el hombre, necio y estúpido por naturaleza, así actué yo hoy en la mañana, justo antes de calentar mis manos con ese fluido caliente rojo carmín.

No dudé en alejarme del camino para ver si podía encontrar más leña.

...To be continue.