Lebian de leche.

Ella es Lebian, la mujer de los ojos azules y el cabello cobre como los tubos de gas que garigolean por su vecindad. Es trigueña pero transparente, eso hace que sea presa fácil de los usurpadores de almas.

Ella ve en sus manos casancio y resequedad. No hay cremas para esa aridez en su piel y mucho menos un bálsamo que humecte su marchito corazón, ahora se sabe desierto, ningún brujo lo puede remediar. Pero es Lebian, la de los ojos azules y el cabello color cobre.

Lebian se tranformó y regresó a la normalidad en tres semanas, las más intensas de este año y las que la han marcado por el resto de su vida. Lebian pudo haber sido madre pero dejó de serlo en esas tres semanas.

Por vez primera entendió que, siendo mujer, podía tener hijos. Sintió cómo sus pechos empezaron a llenarse de leche y su breve cintura se hacía ancha, sintió cómo sus caderas se hicieron más gordas y el cansancio la alcanzaba apenas unos escalones arriba del suelo. Sabía que las ancianas se daban cuenta si una mujer estaba preñada con sólo mirarle los ojos, por eso bajaba la vista cuando una vieja astuta le pasaba de frente, ni qué decir de su abuela, una mazahua experta en yerbas a quien no se le paró enfrente después de un mes.

Cuando lo supo: una sonrisa y la emoción de la primera vez, se sintió más mujer que otras, se sintió inmune, cómo superior a los otros; acarició su escazo abdomen y empezó a imaginarse cómo sería su hija (por alguna razón tenía la certeza de que era niña) se preguntaba si sacaría sus ojos o los de su padre, si tendría el cabello cobrizo o negro como la noche. Planeó cómo la educaría, de qué le hablaría, qué arrullos le entonaría y también pensó en la primera vez que alguien le diría mamá. Lebian sería madre.

Pero ese sueño se desvaneció al día siguiente. No podía ser madre a los 17 años, con una montón de flores que cortar por delante, con innumerables cuentos que inventar así que decidió dejarlo para después. Recurrió a los expertos para que no hubiera problemas que lamentar, pero los expertos la despreciaron y la tacharon de "irresponsable"; fue con los defensores de los derechos femeninos pero no encontró respuesta porque era puente y todo se suspendía hasta el martes; investigó y supo de una medicina que le curaría ese dolor de panza pero la demanda la había subido de precio; buscó el dinero por uno, dos, tres, cuatro días y nada, parecía que la medicina no estaba a su alcance a pesar de que ahora las leyes la "amparaban".

Él la apoyó desde lejos, no podía verla por el trabajo, por la distancia, por que sus padres (los de ella) no se dieran cuenta, al menos eso es lo que él le dijo muchas veces. La ayudó a conseguir el dinero pero ella fue la responsable de pagar esa deuda. Al fin pudo ir a comprarla pero ahora, sólo 5 días después, estaba más cara. Fue a varios expendios pero o estaba al mismo precio o estaba más cara. Cada que la pedía, los encargados la veían con gesto de reproche, la examinaban descaradamente y se miraban entre ellos como intercambiando insultos para ella. En uno de esos lugares el señor de los medicamentos le dijo: "si la quieres para lo creo que la quieres yo puedo venderte las pastillas sueltas" al tiempo que la miraba lascivamente sin disimulo. Ella salió corriendo y con el llanto intenso siguió caminando en busca de la cura.

Lebian fue sola a todos esos lugares, sola entre las calles, caminando bajo el inclemente Sol de marzo se sentía relegada por todos, observada, juzgada y sola, sola como nunca antes. Su débil corazón fue sometido a un inmenso dolor, por eso envejeció.

Después de todo el viacrusis consiguió la medicina en un expendio muy modesto atendido por un muchacho que usaba lentes de fondo de botella. Regresó a su casa y con una máscara de cansancio subió a su cuarto. Entre libretitas, almohadas, lámpara, colcha y bolsitas de Hello Kity se aplicó el remedio. Se quedó acostada porque ese era el procedimiento y al poco rato los dolores en su vientre la hacían abrazar a sus peluches, el olor a fresa de sus muñecos más predilectos la acompañaron cuando su ropa interior pasó de rosa a roja, lo cual indicaba que el proceso iba bien.

Ahora las cosas se asentaron pero ella ya no es la misma. Ya sabe lo que se siente ser portadora de vida y quiere tener un hijo pero que no sea niña para que no sufra lo que ella ha sufrida.

Hace unos días, mientras comía con su padres, derramó sin querer la salsa de mango que acompañaba su carne. Su padre la miró tiernamente y le dijo: "ay hija, nunca aprendes, sigues siendo una chiquilla". Lebian sonrió.