SKRIABIN YEVGUÉNIEVICH (entrega final)

Con los ojos casi cerrados, pude verlo más de cerca. Pasaba los 20 años y sus largas piernas me hicieron tardar en encontrar sus ojos. Lo recorrí de abajo hacia arriba pero el Sol reflejado en su rubio cabello me cegaba. Y así, después de unos segundos, ya estábamos frente a frente.

No le impresionó en lo más mínimo la sangre en la que me bañaba, al contrario, pareció atraerle. Bajó de su altura para acercarse al bulto en que me convertí mientras yo lo miraba irresoluto ─ya con los ojos bien abiertos para abarcarlo todo─. En ese momento, supe que él no era un muchacho sino un hombre con aire angelical y (¡Dios mío, aún tiemblo de la emoción!) ese hombre me tomaba por el cuello con sus dulces manos.

Sucedió. Sucedió que como por confabulación divina o astral; como si la vida estuviera en deuda conmigo y ahora intentara pagarme, sucedió que aquel hombre posó sus delicados labios sobre mi agreste hocico. Nunca nadie había rozado siquiera estas mezquinas comisuras, sin embargo, él las lamía como si no le interesara el hedor. Me humedecí, no solo por su saliva, sino por la excitación que se me manifestaba en forma de fluido seminal. Y, (permítanme tomar un respiro) vi cómo su hombría tomaba volumen haciéndome saber que él también estaba a punto de estallar de placer.

No me di cuenta en qué momento ocurrió, pero los textiles se esfumaron mostrando al viento nuestras pieles. Fue entonces, que conocí plenamente aquello que crecía hacía unos instantes: un miembro erecto y espléndido que me embrujaba con sus oscilaciones y me obligaba a postrarme para que me conociera por dentro.

Así lo hizo. Me atravesó. Entró en mí de extremo a extremo y con él, un dolor desgarrador y un placer divino que casi me arrebata la conciencia. Fui de él en cuerpo y alma, todo yo se le entregó sin complejos, sin preguntas, ¡Dios mío, nunca había estado tan vulnerable (ni siquiera cuando me escupen en la taberna)!

Solo hasta que me depositó su líquido caliente, el suelo dejó de vibrar.

En todo ese tiempo, nadie dijo una palabra, las cosas fluían como si ese momento fuera una escena ensayada y vuelta a ensayar; una escena en la que, a pesar de las repeticiones, aún se desbordaban las emociones del espíritu.

Ahí estaba junto a mí, perfecto y limpio. Era perfecto, nadie podría decir lo contrario, sus rasgos finos, su piel de porcelana, su aroma exquisito; era perfecto y yo tan… tan pestilente, tan repugnante, tan ruin. ¿Qué hacía un ser tan inmundo como yo reposando a su lado? Sólo resaltar su perfección, su insuperable belleza. Ahora sí resultaba evidente que yo era miserable hasta la médula. Ahora no quedaba la menor duda que Dios me había vomitado.

Estaba claro que él pretendía mostrarle, resaltarle al mundo su indudable perfección. Al darme cuenta de sus intenciones, me llené de furia, me enfurecí al grado de echar espuma por el hocico. ¡Qué absurdo debí haberme visto! ¡¡Entregándome a él sin reparo, aullando de placer mientras se burlaba hasta el hartazgo!! ¡Caí como un estúpido en su trampa!

Nunca antes había sentido una rabia similar. Nadie me había hecho sentir tal placer para poder escupirme, para burlarse de mí, para patearme. Nadie había apelado a mi emotividad para mofarse a mis espaldas. Pero este “hombre perfecto”, lo había hecho y con la mayor facilidad, engañándome para obtener mi consentimiento.

¿Acaso pensó, qué no me daría cuenta?, ¿de verdad me subestimó a tal grado? Nadie debería subestimar al vómito de Dios, nadie debería subestimarlo, porque cuando este vomito se enfurece, el mundo debe ponerse a temblar.

Todo eso pasaba por mi cabeza en oleadas mientras intentaba parecer sereno ante los perfectos ojos de aquel descansado hombre perfecto.

Giré mi cuerpo para alcanzar el hacha que, oportunamente, yacía algunos metros hacia mi izquierda. Pero antes, lo pillé mirándome con mofa y repulsión. Esa mirada me hizo enfurecerme aún más y ya sin ninguna intención de disimular, me precipité hacia el hacha para cercenarle cada parte de su perfecto cuerpo. De pronto, el hacha fue demasiado pesada para mis fuerzas y no pude siquiera elevarla del suelo. Él se quedó incrédulo y mantenía su actitud asqueada. ¡¡Oh, no, vaciaría mi furia sobre él con hacha o sin ella!! Y así, ciego por la rabia, me le abalancé al cuello para intentar morderlo con todas mis fuerzas. Estaba dispuesto a devorarlo vivo, a roerle el corazón, si es que lo tenía, a tomar un baño caliente de sangre perfecta de “hombre perfecto”.

Salté directo a la yugular y mordí su carne dura. Si mis manos no respondieron para coger el hacha, mi dentadura parecía de acero enterrada en su pellejo. ¡Qué sabor tan asqueroso el de la carne viva! ¡Qué asco estar comiendo “hombre perfecto”! Pero ese sabor provocaba que mi falo creciera y se hinchara.

Cuando su sangre descendió cual río por mi pecho hasta llegar a mis piernas, el placer explotó y se mezcló con el fluido carmín. Dos fluidos calientes se hicieron uno y eran ya indisociables. ¡Ahhh! Ahora yo era tan perfecto como él, ahora yo lo miraba con mofa. Ahora yo, al lado de un hombre devorado, ensangrentado y moribundo, era mejor, era mejor y no cabía duda.

He venido a encerrarme en mi rincón. Si alguien sabe que claudiqué por amor y que fui engañado, se mofarán de mí infinitamente. Que lo hagan porque soy bufón y esa es mi profesión, pero no porque se enteren que fingieron amarme y después me apalearon. Que nadie se entere que amé a un hombre metido en traje de venado cola blanca. Que les revienten los ojos a los testigos, que les corten la lengua para silenciarlos. Que ese hombre-venado se lleve el secreto a la tumba y que no le diga a nadie que lo amé.

¿Señores, será que ustedes pueden darme un poco de agua?

3 comentarios:

Adolfo Ramírez dijo...

¿qué tal? Vaya gusto que me hayas echado una leída, y bueno, tú sabes que en estos asuntos es imposible agradarle a todo el mundo, ni modo, así pasa.. a mí tampoco me gusta todo lo que escribe la gente; sin embargo, no fue el caso de tus palabras, de verdad me agradaron y más el poema a la mujer indígena... es muy emotivo sobretodo en este contexto de nuestra América Latina.

Las otras prosas no las terminé, leí por partes tus textos y me parece que tienes talento para describir; realmente tienes buena literatura y prometo pasar seguido por aquí aunque tú no pases por allá en el mío...

saludos y hasta pronto

Adolfo Ramírez dijo...

Por cierto, olvidé dos cosas. A mí también me latió bastante el libro de Crimen y castigo, aunque para esos rollos tengo más presente a Lipovetsky con su era del vacío, y 100 años de soledad que a ti te gusta (y a mí también) pero prefiero su punto de partida llamado "Pedro Páramo".
Y lo otro es que te dejo aquí mi correo por si te interesa platicar por msn: gustavoadolfo_87@hotmail.com

Viriz dijo...

te lei desde el otro dia que te pasaste allá por tu casa pero esta cosa no me dejo comentar.

Me encanto el final, tan inesperado, confuso, revuelto, impatante. Me hizo un remolino en la cabeza y me sorprendio el pecho.

Vaya manera de atraparnos con las letras, exelente a mi me encanto

besos y que bueno tenerte de regreso