Un lugar en medio del cerro.


Hay veces que la tierra coquetea muy de cerca con el cielo, hasta parece que se acarician mutuamente. Montañas, cerros o colinas crecen impacientes como queriendo alcanzar aquella cortina azul. Su romance es bendecido por un hálito olor a café y la Luna alcahueta los protege en la oscuridad contra los corazones envidiosos.

Pasa, también a veces, que aquellas montañas se fusionan con el hombre a través del tempo dado por la danza y el canto. Un canto ejecutado en voz e instrumento y una danza multitudinaria de piernas, palmeras, flores, aves, incluso de relieves que ritualizan para los dioses hasta dejarse amanecer por el Alba de Tlachicometis.

Pero existe otro tipo de danza, la que se da en lo cotidiano, una que hace música y da de comer: podemos escuchar cómo bailan las cañas entre los pliegues del trapiche que rechina conforme exprime al máximo el néctar de la fruta; cómo después el dulce brincotea entre hervores gracias a las brasas y cómo se apacigua al ser vaciado en los moldes que le dan forma de panela.

Envueltas en su propia danza podemos encontrar a las cerezas del café que retozan sobre las planchas en las que son lavadas y procesadas hasta dejarlas listas para el tueste.

En las casas del pueblo o en los caminos más inhóspitos seres de humo o de carne o de yerba ejecutan sus propios cantos, sus propios recorridos y sólo unos cuantos, ajenos a todo eso, son los afortunados de percibir tan maravilloso espectáculo.

Los cerros con su húmedo follaje y el cielo, perennes testigos de aquellos recitales, a veces paralelos, a veces convergentes, dan cuenta del pasado, el cual se aloja en sus cuevas donde el eco ancestral es más nítido y constante. Esos silenciosos observadores han visto nacer al prócer Úrsulo Galván, han ayudado a renacer la vida de sus tierras y han dado de comer por generaciones a los veracruzanos de Tlacotepec.

Pruebo un tlatonile ―guiso de pollo acompañado por un mole de chiles secos, semillas de pipián molidos en metate― junto con un atole de capulín y espero con ansias que ya sea de mañana para presenciar la danza del Alba de Tlachicometis que ni los más ancianos saben cuándo empezó porque desde que recuerdan siempre ha existido. Eterna como la tierra y los vientos, como el propio pueblo de Tlacotepec de Mejía.

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