A Chavela lo que es de Chavela y a Dios lo que es de Dios: homenaje a Chavela Vargas por sus 90 años.

"Abre los brazos Chavela", le gritaban desde las butacas del Teatro de la Ciudad invariablemente ocupadas por mantas, linos, algodón, sedas, charmess, razos, mezclillas, organzas y tul roído.

Era ella, la mujer de 90 años con aura enigmática que ni la charla de dos horas hablando de ella y exclusivamente de ella logró diluir. Pocos podían creerlo pero sí, era ella la que llegó al velorio de Frida Khalo ataviada con huaraches y un jorongo de vivos rojos -al menos eso es lo que cuenta Carlos Monsiváis-.

Las palabras se hacían pues en torno a ella mientras ella estaba sentada, a modo de reyna, en una especie de trono metálico con ruedas y allí permaneció mientras se hacía el desfile de ofrendas in situ, sólo dos se hicieron en masculino, las demás, a Dios gracias, fueron en femenino.

La estrafalariamente hermosa hizo su presencia: Astrid Hadad era la primera en llegar con los obsequios y a ella la siguieron La Negra Chagras, Julieta Venegas, Mario Ávila, Fernando del Castillo, Jimena Giménez, la sucesora Lila Downs y la magistral Eugenia León.

Su mente no se quedó quieta dentro del teatro, todo el tiempo voló a través de los recuerdos mientras los lentes oscuros que portaba le hacían creer a los otros que ahí estaba.

Sólo regresó un momento para dirigirse a los embelesados con su historia y decirles más o menos así: "Pues si no es que no quiera hablar sino que no puedo (estallan las risas). Ahorita me ven aquí en silla de ruedas pero les prometo que no me voy a quedar así, les prometo que en dos meses voy a estar bien".

Pero la generosidad de la reyna no terminó ahí, en medio de la algarabía por entonar las tradicionales mañanitas mexicanas se hizo escuchar, una vez más cual estruendoso rugido, su dulce voz aguardientosa y así dijo: "...despierta Chavela despierta, mira que ya amaneció, ya los pajarillos cantan, la Luna ya se metió..." al rotundo silencio que acompañó ese breve estribillo le siguió la ovación más eufórica que ningún condenado a muerte haya ofrecido a su salvador.

Y para que no quedara duda de su infinita nobleza, la reyna le cantó a sus súbditos:

"...Y volver, volver, vooooolver a tus brazos otra vez, llegaré hasta donde estés yo sé perder, yo sé perder, quiero volver, volver, volver" y entonces sí la locura se desbordó sin precedentes: aplausos de pie, gritos, sollozos estruendosos, infinitamente agradecidos y aún así fue poco porque el Teatro de la Ciudad le quedó chico, como chicos también le quedaron los anfitriones que quisieron hacer del arte un méndigo acto de política, cosa que nadie en las butacas permitió y el pobre diablo Marcelo Ebard tuvo que slir con la cola entre las patas.

Chico también le quedó el tiempo y las ofrendas de esa noche del martes 21 de abril, lo que no le quedó chico fue el recuerdo y los fieles súbitos que la ovacionaron de pie inclementes frente al telón que se cerraba y se abría... hasta que al final se cerró completamente junto con esos brazos suyos que se extienden tan majestuosamete como los de Jesús Crucificado.

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